Buscar el diálogo en un país donde se habla a media voz es una tarea que puede dejarnos con la boca abierta. Y al doctor Max Hernández le han dado ganas de ir al psicoanalista.
Para alguien que busca el diálogo, conceder una entrevista debe ser la panacea. El psicoanalista Max Hernández lleva nueve meses como secretario técnico del Acuerdo Nacional y lo que más le incomoda no es su estrecha oficina sino darse cuenta, a sus casi 68 años, de cuán poco conocía al Perú. Lanza un suspiro bien limeño cuando se le habla sobre su hermano, Luis Hernández, el poeta que mejor representó la adolescencia en un Perú que es aún un país con acné.
A tres años de su creación, ¿por qué hay la sensación de que lo discutido en el Acuerdo Nacional es puro papel?
La magnitud de expectativas en la ciudadanía hace que los logros no tengan efecto inmediato en la vida cotidiana. Pero hay un dato más profundo. Siendo el acuerdo un compromiso entre instituciones, sufrimos de la precariedad institucional. El no cumplir con los acuerdos es una viejísima tradición en el Perú. Hay una tradición de Ricardo Palma llamada Una hostia sin consagrar. Y se llamaban ‘hostias sin consagrar’ o ‘papel mojado’ a los reales acuerdos que se tomaban en la metrópoli y venían a L ima.
En el Acuerdo Nacional se estableció, por ejemplo, como política de Estado, el aumento en el presupuesto de la educación, y este año ha sucedido todo lo contrario. ¿No mella esto la confianza en su institución?
Por supuesto que mella la confianza. Ese dato que usted trae es emblemático porque fue casi el único acuerdo que estaba anclado a una cifra. Y no se ha podido cumplir. Uno de los problemas esenciales hoy es que ciertos beneficios macroeconómicos no han sido acompañados por mejoras visibles en la calidad de vida de grandes sectores del país. Por lo tanto, hay la impresión de un crecimiento injusto que no está permitiendo el desarrollo y que está creando condiciones para una mayor conflictividad social.
Usted es de los que no cree que hay ‘chorreo’.
Me parece que el ‘chorreo’ no se está sintiendo con fuerza. Hay un problema muy serio. Sí hay alguna reducción en las cifras de pobreza, sí hay algunos aumentos, pero nada de esto se percibe. Suenan como vacío y son percibidos como radicalmente insuficientes por la gente cuya situación económica es más precaria.
Pero igual de vacío suena a veces el Acuerdo Nacional. Su antecesor, Rafael Roncagliolo, renunció -entre otras razones- porque no se cumplió con lo del presupuesto en educación.
Evidentemente, el tema de la educación es fundamental, el tema de la infancia es absolutamente prioritario, pero eso no depende únicamente del Gobierno sino también de los gobiernos regionales, locales y de la comunidad. Tenemos un año preelectoral, en el cual todos andan con las espadas desenvainadas. Entonces se dirá que el Acuerdo Nacional es un espacio donde lo único que se hace es hablar y que está en la estratósfera con respecto a los problemas del país.
Un té de tíos, probablemente.
O como alguien dijo: “El Acuerdo Nacional es como una combi, quienes están afuera quieren subir a él y quienes están adentro quieren bajar para echarle la culpa a los que se quedan”. Si caemos en desprestigiar el diálogo porque no trae resultados inmediatos, estamos propiciando el antidiálogo. La política se transforma en una versión atenuada del enfrentamiento: yo soy sociedad y el Estado es mi enemigo.
¿No le preocupa que Unidad Nacional, cuya lideresa podría ser la próxima presidenta, no haya retornado al Acuerdo Nacional?
Claro que me preocupa. Unidad Nacional no solo representa un grupo muy importante que lidera las encuestas, sino que tiene un aporte importante en esta lógica del consenso. La doctora Flores suscribió las políticas, pero ella siente que el foro del Acuerdo Nacional fue usado en términos que favorecían al Gobierno.
¿Y eso no es cierto?
Eso es cierto, pero será cierto con todo gobierno. En el momento en que la próxima administración tenga la idea de continuar con el Acuerdo Nacional, este contribuirá con la gobernabilidad democrática y, por lo tanto, apoyará al gobierno. Y habrá quienes en la oposición sientan que estar en el Acuerdo signifique comprometerse con un gobierno con cuyos lineamientos no están de acuerdo. La verdad, no tenemos muy clara la diferencia entre gobierno y gobernabilidad.
¿Qué le diría a Lourdes Flores?
Hemos dialogado en varias ocasiones y ella nos ha dicho que el Acuerdo Nacional debiera hacer una síntesis de políticas obligatorias para todo aquel que participe en las próximas elecciones. Yo le diría a L ourdes Flores que la idea del Acuerdo es valiosa en sí misma y que vea la manera de preservarla.
Usted está en una institución cuya lógica es a largo alcance, en un país cuyo mayor vicio es el ser cortoplacista.
¿Por qué no nos preguntamos qué nos hace ser cortoplacistas? El Acuerdo Nacional tiene tres años con muchas horas de trabajo. Ha tenido algunos frutos más de los que se cree y algunas deficiencias más de las que alguna gente es capaz de admitir.
¿Qué deficiencias es usted capaz de admitir?
Varias. Es una institución que no tiene parte en el diseño constitucional y que depende jurídicamente apenas de un decreto supremo. Además, no tiene suficiente agilidad. No podemos reunirnos con facilidad. No podemos hacer reuniones en los días en que hay funcionamiento del gabinete, cuando hay Pleno del Congreso o cuando las organizaciones de la sociedad civil tienen sus directorios. Tenemos que buscar espacios temporales muy difíciles. No tenemos local propio.
Con todos esos inconvenientes, ¿no le han dado ganas de ir al psicoanalista?
Muchas veces, muchas veces. ¿Sabe qué nos enseña el psicoanálisis? Qué difícil es cambiar. La gente prefiere que cambie el otro. Usted ha tocado un gran tema. A veces me pregunto qué hago acá. Probablemente me sienta más cómodo en mi sillón detrás del diván, pero creo que esta no es una apuesta ilusa. Es tentador tirar la esponja. Yo la tiraría por desánimo, por desilusión y por cansancio. No porque me hayan pegado.
¿Está cómodo en el puesto?
Usted ve que mi oficina no es la más cómoda del país (ríe). No me siento muy cómodo porque siento a diario las urgencias que usted menciona. ¿Sabe qué me incomoda? Saber que voy a cumplir 68 años y darme cuenta de cuán poco sabía de una serie de realidades del país. Hablan de gobierno de salida y yo estoy de salida de la vida. He sido, como muchos, un lector de periódicos. He tenido amigos políticos, diplomáticos y sindicalistas. Qué poco sabía de los temas que estamos enfrentando. He vivido una comodidad que no era verdadera, una comodidad que negaba varias urgencias.
Usted es de los que sostiene que lo ocurrido en Cajamarca con Atahualpa fue el trauma fundacional de la nación peruana. ¿Qué miedos tenemos?
Tenemos un grave miedo a la verdad. El informe de la Comisión de la Verdad tiene verdades que la sociedad parece que no puede aceptar. Buscar la verdad no debe tener una lógica persecutoria. Dos grandes hechos en menos de 25 años han creado una situación muy fuerte de temores: un terrorismo vesánico y un régimen que no respetó los derechos humanos, esencialmente en ese segmento de la población que cayó en el abismo social y con el cual tenemos una suerte de desdén.
Pero no parece haber miedo a perder la democracia. Hay cierta añoranza por un régimen como el de Fujimori.
En el momento de mayor angustia se tiende a buscar un hombre fuerte porque se cree que nos protegerá del otro, y no nos damos cuenta de que vamos a terminar necesitando que nos protejan del hombre fuerte. Para nosotros, la democracia es una abstracción. ¿Por qué no tenemos miedo a perderla? Porque en un país fragmentado, donde los lazos solidarios son endebles, el miedo se lo tenemos al otro. Entonces, construimos un hombre fuerte que nos proteja de ese miedo.
Al ex presidente Bustamante y Rivero le decían ‘el presidente cojurídico’. ¿Hay espacio en el Perú para presidentes con sumo respeto a la ley?
Si no lo hay, hay que construirlo. La democracia no es un estado natural. El estado natural es que yo haga lo que me dé la gana. La democracia implica un aprendizaje que va desde la puntualidad porque es una consideración al prójimo. Acá quienes llegan a la hora son penalizados porque salieron al final del evento que se prolongó dos horas porque no hubo puntualidad. Y todos tenemos estupendas excusas.
Pero usted me está describiendo muy bien al presidente Toledo.
Eso es absolutamente cierto, pero también es cierto cuán poco puntuales somos en general. Usted ha llegado a la hora en punto a la entrevista. Los periodistas jóvenes suelen llegar a la hora en punto. Es interesante. Hay quienes sistemáticamente llegan tarde, y eso que parece ofensivo de parte de quien no tiene poder, es más ofensivo de parte de quien sí lo tiene.
Al leer de chico Gran Sertón de Guimaraes Rosa usted encontró una frase que se la leyó a su padre: “La libertad es un vicio”. ¿No es nuestro vicio ser, más bien, un pueblo sumiso?
Hay tendencias a la sumisión, pero hemos dado lecciones. La transición democrática fue un acto de convergencia, de creatividad y de no a la sumisión. Este es un país que estamos construyendo. Toma tiempo. Esa heterogeneidad que nos permite ser biodiversos en todos los sentidos es también un gran reto. ¿Estaremos a la altura? Quizá seguimos siendo el país adolescente del que hablaba Luis Alberto Sánchez.
Si hablamos de adolescencia, nadie fue tan adolescente como su hermano, el poeta Luis Hernández. ¿Cómo cree que él se hubiera sentido en el Perú de hoy?
Ah (suspira), mi hermano Lucho tenía un tipo de sensibilidad, de inteligencia y de pasión por la adolescencia. Tenía una vida apasionadamente adolescente. Mirándolo hoy, creo que Lucho murió cuando tenía que haber muerto. Es terrible lo que estoy diciendo. Nos dolió en el alma. La adolescencia no es solo una libertad o algo ligero. Es también algo pesado y difícil. Envejecer no es fácil. Como usted dice, Lucho era un eterno adolescente.
Probablemente, su hermano diría que el Perú es, a veces, tan irracional como la raíz cuadrada de menos uno.
Como el verso sobre su amor, ¿no? (ríe). Lucho se hubiera peleado hoy por razones contradictorias. Hubiera defendido a muerte a Toledo sobre la hipótesis de que lo maltratan porque es cholo. Y quizá, con la misma furia, hubiera atacado a Toledo porque desde la Presidencia habría mostrado rasgos de frivolidad inaceptables. Hubiera sido como todo adolescente: absolutamente comprometido, absolutamente justiciero y absolutamente injusto. No es que con los años uno pierda la injusticia.
¿Qué pierde uno con los años?
Pierde el sentir que tienes toda la vida por delante, aunque no la tengas. Uno se da cuenta de que tiene un trozo inmenso de vida atrás. Se pierde la paciencia con facilidad. Se pierde un montón de amigos, un hermano, los padres, y uno se da cuenta qué desamparado está porque los pierde cuando se es viejo. Uno siempre es huérfano. Uno dice que ha visto un montón en la vida, pero a veces la vida es como una película francesa: está por terminar y todavía no sabes de qué se trata.